jueves, 3 de junio de 2010

Alfredo


Un divorcio puede originar una mudanza. Una orden del padre, un cambio de trabajo, un capricho de la madre o una catástrofe económica.

Pero el 12 de enero de 1989, Alfredo, uno de mis grandes amigos de quien, por cierto, mi hermana Lawrence se enamoró, definió no sólo nuestra mudanza, sino la del del 70% de la calle de San Gabriel. Fue alrededor de las 8:15 de la noche.

El crecimiento tiene por misión secar un sinfín de imágenes de la infancia, pero los científicos sostienen que al menos cinco sucesos de tal etapa se perpetuarán en la memoria del ser humano más olvidadizo. Y en ese sentido, por más que tengo vivencias en abandono y algunos recuerdos cuyos vidrios ya están rotos, mantengo en mi mente (y acaso en mis traumas) la cara afligida de mi padre cuando nos avisó que Alfredo acababa de golpearse la cabeza en el pavimento, previa caída del cofre de un auto. Una jugarreta infantil que derivó en tragedia.

Pocos minutos después, mi gran amigo sufriría un derrame cerebral en la ambulancia y ya en el hospital se declararía el deceso oficialmente. Mi hermana le lloró durante mucho tiempo, yo no pude.

Abruptamente, se esfumaron las tardes de derrapones en bicicleta y de "gol para", dando paso al silencio y a los saludos tibios desde las ventanas. Se extinguió el amarillo de la calle, la luz se apagó y, con el tiempo, los vecinos también. Los papás de quienes dábamos vida a aquella arteria optaron por llevarnos a otro sitio. Por nuestra sanidad mental, se decidió fracturar a la pandilla.

Los padres de Alfredo partieron rumbo a Morelia, luego Gerardo y Emanuel se marcharon sin aclarar destino, Elizabeth lo hizo poco después, y nuestra mudanza se concretó a mediados de 1990. Dejamos atrás San Gabriel y nuestra nueva calle, no muy lejos de ahí, se llamó Ravena.

Intenté recobrar el espíritu de calle, pero no fue lo mismo. La mudanza trasladó muebles, pero las risas, las coladeritas y las carreras en bicicleta no cupieron en el camión. Los jovenazos de la mudanza no pudieron cargar mis pesadísimos recuerdos ni lograron subir al vehículo las miradas chismosas de mi madre desde la cocina o los encuentros coquetos de mi hermana con Alfredo. Ni pagando un avión de carga habríamos transportado lo que construimos en lo que mi amada llama atinadamente "la casa de la felicidad".

Muchos años después de aquella noche de 1989, sigo embotellando lágrimas y masticando hielos.

Porque no me gusta que el pasado me incendie.

12 comentarios:

  1. Este es uno de esos textos que es todo tú.
    Gracias por compartirte

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  2. QUE FINAL: "Muchos años después de aquella noche de 1989, sigo embotellando lágrimas y masticando hielos"

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  3. Qué chida manera de escribir, cómo marca la infancia y gracias a ella, eres lo que eres hoy.

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  4. Bien dicen que somos nuestros recuerdos.

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  5. Estos son el tipo de blogs que llegan duro y directo al corazón aunque suene a Luis Miguel o a programa amarillista

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  6. Esas son las mudanzas más cañonas, no las de las cosas físicas, sino las de los recuerdos....

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  7. ¡Qué padre!, uno de mis favoritos. Más que tristeza, creo que esa melancolía nos hace más fuertes. Estoy segura que en Ravena se crearon más historias que empacar.

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  8. Recuerdo como si fuera ayer esa tarde, ese sentimiento nunca dejará de vivir dentro de mí y creéme que aún al día de hoy no he podido superar lo que pasó ese día... algunos detalles más viven en mi mente, pero creo que solo el tiempo logrará hacernos entender y superar... le lloré años y hoy sigo soñando aún con él.

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  9. Una vivencia fuerte. Coincido en la idea de que la infancia te marca y en gran parte los amigos son culpables de ello. Por fortuna nunca he perdido uno pero imagino que debe ser fuerte. Hoy tienes dos ángeles más que te cuidan desde el cielo, y otros tantos en la tierra, llamados amigos.

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  10. Solo así se hace alguien inmortal... en la memoria de los demás... nice post!

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